
Mejorar la inteligencia
Nadie ignora que la más sustantiva de  las diferencias entre la especie humana y el resto de los animales es  el desarrollo de la inteligencia. No es que los animales carezcan de  ella; la tienen, pero es radicalmente menor y cualitativamente distinta.  Así, aves, mamíferos y antropoides superiores poseen, en grado  distinto, su inteligencia, pero carecen, por ejemplo, de aquella  capacidad fundamental de la inteligencia humana, vale decir la facultad  del lenguaje con su extraordinaria complejidad. A todas luces, lenguaje e  inteligencia debieron ir desarrollándose a lo largo de incontables  milenios, de modo que, si pudiéramos comparar al hombre de las cavernas  con el actual, sin duda advertiríamos vastísimas diferencias en su  inteligencia. Huelga pues afirmar que la inteligencia evoluciona. Dúctil  y flexible, nuestra inteligencia es una capacidad múltiple o un  conjunto de facultades como la del lenguaje, o la capacidad cognitiva  (facultad de conocer o comprender), la de razonar y resolver problemas,  prever el futuro, memorizar, traer al presente lo pasado y muchísimas  otras. Todos sabemos que el centro anatómico y funcional de la  inteligencia es el cerebro. Encerrado en la caja ósea del cráneo, este  órgano ha sido hasta hoy el más difícil de someter a la investigación  científica. No obstante, en los últimos años, y gracias a los avances  tecnológicos, ha sido posible descubrir, siquiera parcialmente, cómo  funciona. Han surgido así las neurociencias. Con ello, y con los  conocimientos suscitados, la vieja aspiración humana de mejorar o  aumentar la inteligencia, parece renovarse. No siendo viable investigar  todo el conjunto de capacidades, muchas de las experiencias se han  limitado a una de ellas, de más fácil valoración: la capacidad  cognitiva. Es bastante lo que se ha especulado sobre un supuesto efecto  favorable de ciertos compuestos químicos, que han llegado incluso a ser  promovidos comercialmente. Los Institutos Nacionales de Salud de los  Estados Unidos han realizado minuciosos experimentos, de los cuales se  desprende que no hay base científica que confirme el efecto positivo, en  cuanto a la capacidad cognitiva, de las vitaminas B6, B12 y E, así como  de los carotenos, el ácido fólico, los antioxidantes y los flavonoides.  Están por confirmarse los efectos de los ácidos grasos esenciales  Omega-3 y Omega-6. Tampoco sirven las hormonas estrogénicas ni los  antiinflamatorios. Con gran sorpresa, en otra serie de estudios, se ha  encontrado que el ejercicio físico de caminar durante 45 minutos, tres o  más veces por semana, activa un abundante número de neuronas y sus  circuitos, de tal modo que aumenta la capacidad cognitiva.
Así  pues resulta más beneficioso el ejercicio físico que muchas sustancias  como las vitaminas. Curiosamente, hace ya siglos, en Grecia, se sostenía  que una inteligencia sana precisaba de un cuerpo sano, e inversamente  que la inteligencia se deterioraba, hasta grados nefastos, al no  entrenarla de manera constante, o al someterla a tóxicos como las  bebidas alcohólicas en forma excesiva y habitual. Sobre la manera de  mejorar o deteriorar la inteligencia, han coincidido pues los sabios de  antaño y de hogaño.

 
 
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